jueves, 18 de diciembre de 2008

La cocina del Quijote

AzafranLA COCINA DEL QUIJOTE

Decir que las costumbres que se mantienen durante siglos y siglos en una determinada localización geografía muestran el carácter y la manera de ser de sus habitantes, es decir poca cosa. Pero si contamos la cultura popular tópica como primera madre nutricia que nos forma y nos asiste en el deslinde de nuestros gustos, esas costumbres se convierten automáticamente en acto litúrgico de multitudes.

La palabra y la gastronomía, al menos en esta tierra, han seguido caminos muy iguales. No ya dentro del interés de la diversidad geográfica, que sufre variaciones de pueblo en pueblo por muy cercanos que se encuentren, sino por la riqueza de esa pluralidad que ha servido muchas veces para que el sustratro regional perdure por los siglos de los Platos típicos siglos.

En una tierra tan extensa como es la nuestra, la manchega, con un clima tan extremo y con el grueso de la población dedicada a las tareas del primer sector, el arte de comer se convierte en un aliado más en la riña diaria por la subsistencia. De ahí nacen estos platos energéticos y nutritivos que evocan faenas de labraza y de pastoreo, y que hacen inconfundibles los olores y sabores que brotan de los fogones dentro de nuestras lindes.

Al recuperar las referencias culinarias existentes en El Quijote , percibimos que la tradición ha tomado su razón de ser en la pervivencia de los diferentes platos que adornan el recetario castellano-manchego. Eran desde las migas de pastor hasta los huevos con torreznos, pasando por el atascaburras, el tiznao y las gachas, sin olvidar la exquisita repostería de reminiscencias árabes y conventuales (a saber, flores manchegas, suspiros, miguelitos de la Roda, delicias de Platos típicos Almansa) lo que adornaban las mesas en el siglo de Oro, muchas veces circunstanciales en mitad de los majuelos o las majadas y las siguen adornando para la delicia del paladar, al que disciplina esta tierra manchega, y para el goce del caminante que transita por la meseta.

Se ha tenido a bien rescatar algún momento de la magna obra de Cervantes para que nos sirva como pretexto al presentar un Recetario de platos históricos que perviven con desacostrumbrada usanza; platos tradicionales con cuerpo y fuerza a los que auguramos larga vida en la conciencia popular.

Capítulo I, primera parte.

[...]Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.[...]

Capítulo XI, primera parte.

[...] Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho lo mejor que pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque él quisiera en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. [...]

Capítulo XLIX, segunda parte.

[...] le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera algo entrada en días. Entregóse en todo con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón, o gansos de Lavajos; y, entre la cena, volviéndose al doctor, le dijo: -Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares esquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas; y, si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día; [...]

Capítulo XX, segunda parte. Bodas de Camacho.

[...] -De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.[...]

[...]Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba. [...]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.